Era una suerte de regalo, de obsequio infalible. Una suerte de ofrenda, incluso. Era una manera de expresar afecto, también preocupación. Cada vez que se iba al pueblo o la ciudad, se debía volver con pan comprado en la panadería. Su contenido se mantenía a buen recaudo (aunque se podía sacar y comerse uno o dos panes) hasta llegar el campo y entregarle a la dueña de casa la bolsa con su contenido de marraquetas, hallullas y colisas.
Se valoraba regalar pan. Pero no cualquiera, debía ser el pan de pueblo que era lo más parecido a la perfección en todos los sentidos imaginables: dorado homogéneo, corteza crujiente, miga profundamente alba, de impecable redondez y grosor siempre parejo. Una delicia, un manjar, aunque se comiera sin acompañamiento, aunque se comiera al otro día porque parecía que no endurecía.
Con mi hermano Gaspar, adorábamos ese pan. Y si era necesario, nos disputábamos la última hallulla a capa y espada.
Lo traía cualquiera que fuera al pueblo o la visita que debía hacer una parada obligada en la panadería para surtirse el regalo que llevaría entre sus manos.
En mi pueblo - Florida - la panadería estaba en una esquina contrapuesta de la plaza, en Ortiz de Rozas con Ignacio Serrano. Se llamaba La Reina, era de techos altos y usaba balanzas antiguas para pesar el pan. Creo que aún sigue funcionando. Cerca de 50 años, o quizás más.
La panadería era la única en el pueblo (quizás hubo otras pero no lo supe) que abría antes de las 8 de la mañana, como esperando que pasáramos a comprar el único pan aún tibio que pagaríamos con una moneda de cinco pesos para guardarlo en la mochila y comerlo en algún recreo. Pan "pelado", por supuesto. Pero pan de pueblo. Y eso era más que suficiente.
Para quienes vivimos en el campo, estar en la ciudad se convierte en una permanente lucha para entender las paradojas, que son muchas. Una de ellas es la paradoja del pan.
Porque, claro, la cotidianeidad del consumo, la presencia de varias opciones de panaderías, la diversidad de alternativas en tamaños y sabores, no le otorgan ninguna singularidad, nada especialmente atractivo. Es pan, solo eso, nada más que eso. En la ciudad se aprecia - y mucho - el pan de campo, el amasado, el irregular, el imperfecto, el de forma desigual y si es tortilla que se amarilló por el bicarbonato, tanto mejor. Poco importa que no sea lozano ni blando ni albo. Importaba que fuera era por mano experta que probablemente hacía las mezclas de agua, harina y levaduras de memoria, sin ninguna regla o cálculo. Y se amasaba harta unir todo, esperar la leuda, cortar los trozos y darles forma a mano para meterlos en un horno de barro, una cocina a leña o en una cocina de tarro, todo calentado a leña. Y la señora de campo ahora lleva su pan amasado al pariente de la ciudad que lo encuentra una delicia, un manjar.
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