Con el nombre de León XIV, el cardenal Robert Francis Prevost fue elegido este jueves como el nuevo Papa de la Iglesia Católica, marcando el inicio de una nueva etapa para más de mil doscientos millones de fieles en todo el mundo. Su elección no solo cierra el histórico ciclo del pontificado de Francisco, sino que abre esperanzas respecto de la dirección que tomará la Iglesia en un tiempo de inéditos desafíos espirituales, culturales y sociales.
De origen estadounidense y con nacionalidad peruana, León XIV reúne una trayectoria singular. Es agustino, Doctor en Teología por la Universidad de Santo Tomás de Roma, misionero durante décadas en América Latina y exobispo de Chiclayo, Perú. El nuevo pontífice llega al trono de Pedro desde la prefectura del Dicasterio para los Obispos, donde fue una figura clave en la promoción de una Iglesia más pastoral y sinodal, en sintonía con las reformas de su antecesor. Así, su perfil conjuga rigor doctrinal con experiencia territorial en comunidades marcadas por la pobreza, la diversidad y la esperanza cristiana.
Esta combinación de formación académica, vida comunitaria y vocación misionera lo sitúa como un líder atento al corazón de la Iglesia y su periferia. En su primera alocución, desde el balcón de San Pedro, León XIV hizo un llamado explícito a la paz, a la comunión entre pueblos y a "escuchar el clamor de quienes no tienen voz", en línea con una visión universal de su rol como sucesor. No fue un mensaje cargado de programas, sino de gestos: los de una Iglesia que busca caminar con el mundo, más que imponerle sus pasos.
El vacío que deja Francisco no es menor. Con él, la Iglesia recuperó la centralidad del Evangelio como criterio pastoral, descentralizó estructuras históricas, abrió procesos de escucha y sinodalidad, y colocó la opción por los pobres en el centro de su magisterio. También impulsó un firme compromiso ecológico, denunció la cultura del descarte y promovió una espiritualidad cercana, sin renunciar al diálogo con la modernidad. Por ello, continuar y madurar esas líneas será parte de los desafíos que enfrentará.
Afortunadamente, en León XIV hay signos de continuidad. Su formación agustiniana invita a pensar en una Iglesia que no teme al pensamiento ni al encuentro, y que se define por la búsqueda de la verdad. Su experiencia en el sur global permite prever un liderazgo sensible a los desequilibrios sociales, a la apertura a la diversidad y al rol de los laicos, mujeres y jóvenes en la vida eclesial. Su tono sereno y su prudencia doctrinal podrían contribuir a consolidar las reformas iniciadas, más que a revertirlas o apresurarlas.
El mundo espera una palabra moral y de referencia frente a las guerras que fragmentan pueblos, a las crisis migratorias, a la indiferencia globalizada y al debilitamiento del sentido comunitario. Su liderazgo no reside en el poder, sino en la capacidad de convocar a la conciencia colectiva desde el Evangelio.
Así, la fe cristiana espera que su ministerio fortalezca los vínculos de unidad y diálogo, y que inspire a la Iglesia a seguir siendo, como quiso Francisco, un hospital de campaña para la humanidad.
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