Es considerado el mayor cataclismo registrado claro en el país que cambió la fisonomía de la provincia de Biobío de manera profunda y definitiva. Y no ocurrió hace demasiado tiempo. No sucedió hace miles de millones de años, sino que apenas hace unos 6 mil 500 años que, en tiempos de la geología, es como si hubiese pasado recién ayer.
Mientras en Mesopotamia los primeros templos de adobe levantaban columnas hacia el cielo y en Egipto los pobladores del Nilo domesticaban la tierra fértil en su camino hacia la civilización faraónica, en esta parte del planeta la historia se escribía con fuego, tierra y silencio.
Por esos años, pequeñas bandas de cazadores-recolectores recorrían los bosques, los bordes del río Laja y las nacientes del Biobío, siguiendo las rutas del guanaco y del agua.
No había ciudades ni cerámica. Muy probablemente contaban con algunas herramientas de piedra tallada y vivían en refugios provisorios hechos con ramas.
De pronto, todo eso cambió.
¿Qué sucedió?
Algo parecido a un apocalipsis.
Una gigantesca erupción volcánica. Enorme e impresionante, muy difícil de dimensionar en nuestros días, que causó una avalancha que arrasó todo a su paso hasta llegar al Océano Pacífico.
En esta sección de la cordillera de los Andes, que hoy es parte del Parque Nacional Laguna del Laja, ocurrió uno de los episodios geológicos más violentos registrados en el sur de Chile.
El protagonista: el volcán Antuco. Lo que sucedió no fue una simple erupción, sino un colapso estructural de proporciones colosales que dio origen a una de las avalanchas de escombros más grandes documentadas en esta parte de la zona andina.
Una ladera completa del volcán cedió súbitamente. Debió ser un rugido sordo acompañado de una sacudida telúrica que devino en que millones de toneladas de roca, ceniza, hielo y tierra comenzaran a deslizarse montaña abajo con una fuerza descomunal.
Esa masa volcánica se convirtió en una marea imparable que descendió a más de 100 kilómetros por hora, devastando todo el paisaje a su paso. Nada pudo resistirse. Bosques fueron arrasados, quebradas enteras desaparecieron bajo el alud, y el terreno fue desgarrado como si hubiera sido esculpido por una mano invisible, pero brutal.
La avalancha recorrió más de 60 kilómetros hacia el oeste, dejando un inmenso rastro de destrucción. El material arrastrado rellenó antiguos cursos fluviales y formó un paisaje completamente nuevo: ese paisaje es que el que hoy reconocemos como la Isla de la Laja. Sí, el lugar donde vivimos en esta provincia. Esta formación, ubicada entre el río del mismo nombre y una serie de elevaciones menores, es en realidad el vestigio físico de aquella catástrofe ocurrida hace 6 mil 500 años.
Se estima que el volumen total del deslizamiento superó los seis kilómetros cúbicos. Fue una avalancha caliente, rica en gases y vapor, probablemente acompañada por una columna de ceniza que ennegreció el cielo y provocó lluvias ácidas en la zona.
A falta de testigos humanos, la única crónica que queda de aquel día es la huella que quedó en la topografía.
Investigaciones geológicas recientes, mediante análisis de sedimentos y datación por carbono, han permitido reconstruir este escenario con notable precisión. La cicatriz que quedó en el flanco norte del volcán aún es visible, y los geólogos han podido trazar el camino que recorrió la avalancha hasta llegar al valle.
Aquel cataclismo sin nombre y sin crónicas marcó para siempre el destino de este territorio.
En la zona se pueden identificar a simple vista los depósitos de esas avalanchas en el relieve y la composición del suelo, especialmente en las comunas de Antuco, Quilleco, Tucapel y Laja. Esos estériles arenales son la muestra más elocuente de aquel evento.
Toda la franja que hoy se extiende entre los ríos Laja y Biobío, con una superficie de más de 300 km², fue moldeada por ese evento. Es una de las mayores superficies volcánicas planas del centro-sur de Chile.
El río Laja, uno de los más importantes de la zona, tuvo que adaptar su cauce a esta nueva geografía, lo que condicionó también la ubicación de saltos y zonas de embalse naturales. Este evento también influyó en la formación del actual lago Laja, que se convirtió en un importante recurso hídrico y turístico para la provincia.
EL VOLCÁN ANTUCO EN LA ACTUALIDAD
Tras el colapso, el volcán Antuco inició una nueva fase de actividad volcánica. El actual cono, conocido como Antuco 2, se formó en el interior del anfiteatro dejado por el colapso anterior. Este nuevo volcán presenta una actividad menos explosiva, con erupciones estrombolianas que emiten lava y gases de forma más tranquila. Sin embargo, la actividad sísmica y la presencia de fumarolas indican que el volcán sigue siendo activo y monitoreado por las autoridades del Servicio Nacional de Geología de Minería
En la actualidad, el volcán Antuco es un destino turístico popular, especialmente en invierno, cuando su cumbre nevada atrae a esquiadores y excursionistas.
El Parque Nacional Laguna del Laja, que rodea al volcán, ofrece una variedad de actividades al aire libre, incluyendo senderismo, observación de flora y fauna, y visitas al lago Laja.
Lo que ahora observamos como un apacible valle cruzado por el río Laja y rodeado de cerros fue, en su origen, un campo de batalla colosal de una de las fuerzas más indomables de la naturaleza.
Un evento sin testigos, pero cuyo eco aún resuena en cada roca y cada pliegue de la tierra.