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La Tribuna

Primera vez

por Juvenal Rivera Sanhueza

cine, teatro, película / Pixabay

Alguna vez hubo un cine en mi pueblo. Pero, más que cine, era un pequeño teatro para unas 150 personas, ubicado  entre la escuela y el edificio municipal. De gruesas murallas de concreto, debió ser construido después del terremoto de 1939.

Era una estructura inusualmente elevada para un pueblo de casas bajas y techos de teja. Su parte superior era rematada por una ventana perfectamente redonda, como si fuera un cíclope oteando todo lo que pasa por frente suyo.

En su interior, un escenario. Las hileras de butacas (con base reclinable) estaban completas y debidamente numeradas. Arriba, al fondo, la sala de proyección. Debió haber sido un lugar muy elegante. Sin duda.

Pero el conjunto en ese tiempo mostraba un estado lamentable. Todo estaba demasiado gastado, usado, estropeado y desaseado.

Casi nunca se usaba, salvo para algunas representaciones teatrales escolares de fin de año. El resto del tiempo permanecía cerrado.

Su altura y su ojo de cíclope le conferían un aspecto de enormidad pero también de temor. Como de alguien con el ceño siempre fruncido, enojado.

Un gran acontecimiento fue el anuncio de una jornada de cine en función doble. ¡A todo color! De inmediato hubo expectación. Era un evento, un acontecimiento para un lugar donde casi nunca nada ocurría.

Ver una película en pantalla grande era algo definitivamente excepcional. Quienes antes estuvieron en una función de cine en la capital o, más cerca, en Concepción, contaban su experiencia con lujo de detalles. Hablaban sobre la comodidad de los asientos, describían el impacto del sonido envolvente, se explayaban acerca del colorido impresionante que se desplegaba en la pantalla enorme. Una experiencia inalcanzable para la gran mayoría de nosotros.

Se corrió la voz que eran dos películas, una de vaqueros con John Wayne, y otra de ciencia ficción futurística (creo que era Buck Rogers en el siglo XXV).

Durante varios días se comentó sobre el acontecimiento y hubo que hacer ingentes esfuerzos para tener dinero y pagar la entrada. En mi caso, como lo hice muchas veces, debí pedir un anticipo con cargo a la futura venta de tomates.

El día de la función, un tropel de niños llegó varias horas antes para ver lo que sucedía. Con algo de retraso, las puertas finalmente se abrieron.  Quizás como no pasaba en muchos años, una hilera de niños aguardaba su turno para entrar y ocupar un puesto. Sucios y desaliñados de tanto jugar afuera del teatro, pero dispuestos.

El teatro estaba muy distinto. Lucía limpio y una gran sábana hacía las veces de telón. Poco a poco fuimos entrando. Se notaba la expectación. El silencio sólo era interrumpido por el sonido de los zapatos que caminaban apresurados en el piso de madera, esperando una buena ubicación.

De pronto, un click y todo fue oscuridad. Siguió el silencio sepulcral por algunos segundos. El ligero sonido del carrete rompió ese silencio sepulcral. Una luz se proyectó al fondo de la sala, dibujando un rectángulo justo dentro de la alba sábana.

Comenzaron las primeras imágenes. Una cuenta regresiva. El carrete seguía avanzando, la luz blanca cambió a todas las tonalidades de color posibles. La música - un sonido de trompetas -  comenzó a sonar desde un lugar indeterminado... y las decenas de niños que estábamos, nos arrellenamos en nuestros asientos y comenzamos a ver cine, por primera vez.

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