Opinión

De invasores, noches y amanecidas

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Tito Flores Cáceres, director de Asuntos Nacionales e Internacionales de la UTEM.

Cuando a mediados de octubre, la esposa del Presidente de la República, en un arranque de sincera angustia, pero a la vez de gran torpeza política, le comentaba a sus cercanas, a través de un audio que se viralizó rápidamente, que lo que ocurría en Chile en aquel momento de estallido social parecía una verdadera invasión alienígena, probablemente sin ella saberlo, transformaba con sus palabras, al dramaturgo Egon Wolff y al entonces director de teatro, Víctor Jara, en verdaderos clarividentes, cuyas profecías se hacían reales exactamente cincuenta y seis años después de anunciarlas.

Y es que precisamente el 19 de octubre de 1963 en la Sala Antonio Varas del Teatro de la Universidad de Chile, se estrenó la obra Los Invasores, con las actuaciones, entre otros, de Bélgica Castro, Tennyson Ferrada y María Canepa. En ella, un grupo de andrajosos invade no sólo la casa de los Meyer, una acaudalada familia de la alta burguesía chilena, sino que toda aquella luminosa y bella parte de la ciudad, es profanada por la horda gris y repugnante de los harapientos provenientes de los márgenes y arrabales.

Aquella invasión de pobreza y fealdad entonces, es simbólicamente en la Obra, la misma invasión de personas venidas de otros mundos, de verdaderos aliens-sociales, de la que se lamentaba atónita, la Primera Dama de la Nación. Porque precisamente lo que ha ocurrido en Chile desde la época en que se impusiera el Peso de la Noche portaleano, es decir el orden social y racial, en el que lo rico, blanco, hermoso y europeo, se superpuso a lo pobre, moreno, tosco y mestizo, es que la quietud de la masa, había sido la garantía de la tranquilidad pública.

Porque fue precisamente Diego Portales, quien, en 1832, en una de sus cartas dijera que El orden social se mantiene en Chile, por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública. Si ella faltase, nos encontraríamos a obscuras y sin poder contener a los díscolos...

Y eso les pasó a los Meyer en la obra. Repentinamente fueron testigos y víctimas del movimiento de aquella masa inerte. Y los invadió el miedo. Lo mismo que le ocurrió a la señora Morel y a su familia, y a sus amigos y amigas y a su clase social. Porque sin ellos darse cuenta, sin atisbarlo siquiera, la noche de casi dos siglos, con uno que otro insomnio menor pero rápidamente sofocado, había llegado a su fin.

Y aquel gran grupo de población entonces, esos invasores de Egon Wolff, la de los arrabales, la endeudada, la precarizada y empobrecida, la por tantos años postergada, la dulcemente adormecida con pasiones futboleras, melodramas de matinal televisivo y ofertones de consumo en cómodas cuotas mensuales, sin decir agua va, impulsada por el ruido sordo de los torniquetes lograba escapar de su bicentenario reposo, porque para sorpresa del mundo, había por fin despertado.

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