La Comisión Presidencial Paz y Entendimiento, próxima a presentar sus recomendaciones sobre el conflicto chileno-mapuche, enfrenta un desafío tan urgente como postergado: la reparación a las víctimas de la violencia, de indígenas y no indígenas, afectados por los atentados cometidos por varias de las organizaciones radicales.
Durante más de dos décadas, las políticas públicas para abordar este problema, de la misma forma que han ignorado los aspectos estructurales del conflicto: tierras, desarrollo económico, participación, entre otros; soslayaron también a quienes han sufrido una de las consecuencias más graves producto de la negligencia estatal: las víctimas de organizaciones radicalizadas como la CAM, la WAM, RMM, entre otras. Y pese a que estas acciones violentas se han recrudecido de forma progresiva en el tiempo, apenas en el año 2016 y luego de varias instancias gubernamentales, la Comisión Asesora Presidencial de La Araucanía -presidida, en ese entonces por el monseñor Héctor Vargas-, reconoció por primera vez la naturaleza particular de esta victimización: caracterizada en su informe final como "una violencia con clara finalidad política, llevada a cabo por grupos violentistas organizados" y que "proclamaban fines ideológicos".
Posterior a dicho reconocimiento, en el 2018 se estableció un programa de atención para la reparación de víctimas y aunque significó un avance sustantivo, en pocos años demostró ser insuficiente. Las limitaciones son múltiples: adolece de un enfoque integral en la reparación; no posee institucionalidad permanente, lo que fomenta la descoordinación del Estado; ofrece prestaciones desproporcionadamente bajas respecto a los daños; y quizás de las cosas más importantes, no aborda adecuadamente el componente psicosocial. El resultado de estas falencias deriva en que muchas de las víctimas continúan experimentando una profunda sensación de abandono, al transformar sus vidas en un limbo de reconocimiento parcial, lo que perpetua el ciclo de desconfianza en las regiones afectadas.
En ese sentido, la Comisión tiene la posibilidad de mitigar estas carencias, al presentar las bases para generar un verdadero sistema integral de reparación. La experiencia comparada de países como Colombia, Perú y España demuestra que los programas efectivos se sustentan en principios fundamentales: institucionalidad especializada y permanente, registro unificado de víctimas, medidas materiales de compensación, rehabilitación psicosocial con enfoque intercultural y garantías de no repetición. Las políticas de reparación efectivas, además, no solo benefician a las víctimas directas, sino que contribuyen decisivamente a reconstruir el tejido social, restaurar la legitimidad institucional y sentar las bases para una paz duradera.
Es verdad que el conflicto en las regiones del sur es complejo y multidimensional, con profundas raíces históricas y políticas. Sin embargo, cualquier solución sostenible deberá incluir, necesariamente, la reparación integral a quienes han experimentado estas consecuencias dolorosas. De lo contrario, se arriesga a perpetuar un ciclo de injusticia que obstaculizará cualquier intento de construcción de paz.
Jorge Cordero Frigerio
Faro UDD
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