Es cuestión de revisar titulares de los diferentes medios escritos, por lo ocurrido recientemente con la frustrada venta de la casa del ex presidente Allende, para darse cuenta que nadie se responsabiliza de sus actos. Todos los involucrados en esta situación no asumen los resultados de sus acciones y son otros los que deben pagar por sus equivocaciones u omisiones. Todos son inocentes. Nadie es culpable. Yo te aseguro que yo no fui, recuerda una canción. Isabel Allende, la escritora, (no confundir) dijo que "Cada uno es responsable de sus sentimientos y la vida no es justa". Tiene razón, cada uno es dueño, también, de lo que hace, piensa o dice. Igualmente, Mahatma Gandhi, expresó que "Es incorrecto e inmoral tratar de escapar de las consecuencias de los actos propios".
Cuando niños se nos enseñó a ser responsables de nuestros actos, (pero no todos lo aprendieron o a muchos se les ha olvidado), responsabilidad entendida como la obligación de hacerse cargo de lo ejecutado o dicho. "Hay que dar la cara", nos decían; y, consecuentemente, con ello nos conminaban a asumir el resultado de lo hecho o de nuestras decisiones, exigencia que se debía cumplir de inmediato para evitar el castigo que se venía. Saber afrontar la magnitud de dichas acciones nos fortalecía, nos hacía más maduros, ayudaba a desarrollarnos como personas. Sin duda, los tiempos han cambiado y los comportamientos también.
La fallida venta de "la casa" seguirá siendo por mucho tiempo motivo de debate, acusaciones y recriminaciones. Pero también deja una enseñanza: Antes de hacer negocios con el Estado es necesario saber si quien lo hará no está imposibilitado. La norma constitucional (artículo 60) establece que "cesará en el cargo el senador que durante su ejercicio celebrare o caucionare contratos con el Estado". Esto es básico. Es sin excepciones. Resulta inverosímil que con toda la experiencia adquirida en la amplia trayectoria política de los comprometidos en el asunto y con los amplios conocimientos que deben tener los profesionales involucrados en todo el proceso de preparación de la frustrada transacción, nadie se haya percatado de eso (y quien se dio cuenta, no dijo nada; su labor era otra, según señaló.)
La prudencia, esa virtud de actuar con moderación, de forma justa, de manera adecuada, siempre es necesaria. Antes de cualquier negociación es muy conveniente estudiar todos los antecedentes para no entrar en equívocos tan lamentables como este, que trajo (y puede traer más dolores de cabeza) confusiones con consecuencias similares. Humillaciones, situaciones en que la dignidad de las personas sufre menoscabo, mermando la importancia del cargo ostentado, del que ha hecho gala exitosamente, hasta este abrupto final.
Cuando las imputaciones tienen asidero, ocurren los desenlaces como el conocido recientemente; de lo contrario, el hecho no pasaría a mayores. Si la argumentación no puede sostenerse, sus datos no son concretos, poco lógicos, daría como resultado al cierre del asunto.
¿Por qué no reconocer los errores? ¿Orgullo mal entendido? Cuánta razón tuvo Sócrates cuando dijo que "el orgullo, cuando inútilmente ha llegado a acumular imprudencias y excesos, remontándose sobre el más alto pináculo, se precipita en un abismo de males, del que no hay posibilidad de salir".
Los errores nos llevan a evolucionar como individuos en nuestro proceso de crecimiento, que solo termina con el fin de la existencia terrenal. Ellos (los errores) son perdonables si tenemos la decisión y el valor de aceptarlos. De allí que resulta apropiada la recomendación de Gabriela Mistral: "Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú". Para tranquilidad de nuestra conciencia, sosiego que nos ayudará a liberarnos de la sensación de angustia, de dolor, de vergüenza.
La vida se encarga de enseñarnos, constantemente.
Zenón "Cheno" Jorquera
Concejal de Los Ángeles
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